Rocket Man

Volvía siempre que podía. Oporto era una ciudad vieja ajada pero nunca invicta, él se sentía viejo y ajado, pero estaba claro que le habían vencido demasiadas veces. El congreso era una excusa para dejarse caer de nuevo por el hotel Boavista, pasear solo por la Praça da Liberdade calle abajo hasta Sao Bento y hojear algún libro oculto entre las escaleras de Lello e Irmao. La mendicidad abarrotaba las calles de la ciudad, antes de la crisis ya lo hacía, solo que ahora había más prostitutas enfrente de las oficinas del Diario de Noticias y más señoras mayores en Sao Bento vendiendo semillas. Se sentía como uno más. Ya no cumpliría los treinta y ya no volvería a oler la colonia que le regaló por Navidad. Creía que entre los perdedores y miserables se sentiría en casa, que invitando a alguno a comer o comprando unas semillas que tiraría al Duero como la última vez, todo se arreglaría, todo volvería a su cauce. Dejó la bandolera sobre el sillón, abrió las cortinas para ver el cielo estrellado que iluminaba la ría, salió al balcón y encendió un pitillo. Había vuelto a fumar. Creía que recuperar viejos defectos le llevaría al tiempo en el que todo era más sencillo.

Dejó la chaqueta del traje gris, que le había llevado hasta allí, en la cama. Abrió su ordenador para, con cierto aire impotente, repasar su ponencia, se acercó al mini-bar y sopesó el abrir una carísima mini-botella de Chivas. Pensó que no merecería la pena, que el alcohol no había sido la solución en el pasado y que no lo sería hoy. La abrió, la olió y se acercó al baño para verterla en el vaso de cristal. El olor fuerte alcanzó su cerebro “Hielo, necesito hielo”. Retiró la tarjeta de la puerta y bajó las escaleras buscando el bar del hotel.

El piano-bar del hotel era su nuevo hogar. Hacía ya un par de meses que una vieja amiga le había encontrado en aquella habitación en Montmartre, un cuerpo desnudo cubierto por una larga melena rubia, una nevera vacía y un neurocirujano parisino que decidió abandonarla antes que sus sueños. Su voz había dejado de despertar a los vecinos por la mañana y la ausencia de sus pasionales gritos nocturnos, les había devuelto el placer del descanso. Berlín no fue su lugar, Londres le vació y París le robó con promesas vacuas. Oporto sonaba a huída y refugio, a la promesa de otra oportunidad para iluminar una sala con su voz. Aunque ella fuese más Ella Fitgerald que Amália Rodrigues.

Se colocó ante el micrófono, y como era habitual se cubrió la cara con su larga melena rubia, dejando un ojo libre, para escrutar la sala, esperando alguna pícara mirada entre aquellos congresistas borrachos que supiese a proposición deshonesta que ayudase a olvidar. Antes lo hacía por falsa timidez, como si fuera un sello personal, ahora lo hacía porque se sentía desnuda. Aclaró su voz con un vodka con lima, dio pié al pianista y éste comenzó a tocar lentamente “Cheek to cheek”. Su apagada voz empezó a brotar tras su cabello, buscando el tono desde el primer “Heaven, I´m in heaven”. Sentía la hipocresía del artista ardiendo en su interior. No existe mentira más dulce que la que susurra una canción de amor.

Llegó a la barra del bar del hotel, pensando todavía en su ponencia, en cómo narices iba a ser capaz de enseñar a reconstruir nada a nadie si no podía recoger ni siquiera sus propios pedazos. Reconocía la canción, la habían bailado en aquel balcón por el que más tarde ella tiraría su corazón al tráfico de Madrid. La voz de la cantante le llevó a platos rotos y a resacas de dos días, le llevó a verse reflejado en el espejo detrás del botellero apuntándose a la sien con una Magnum 44. Pero no pudo dejar de escuchar. Tendemos a tratar de cubrir viejos dolores con los recuerdos de los viejos dolores como cuando nos damos un golpe y presionamos el cardenal para sentir el dolor. Aquel cardenal se llamaba Lucía y se apellidaba clavo ardiendo. Pidió un whisky con hielo y se acercó al escenario, como el suicida a la cornisa. Se sentó en primera fila y radiografió con la mirada las curvas de la cantante, algo le quedó claro, no era Lucía.

Su ojo azul localizó a nuestro hombre en primera fila, con la mirada perdida en su vestido rojo. Al igual que un cirujano aprende a decidir la lista de la compra mientras sutura una femoral, ella había desarrollado la útil cualidad de abstraerse y dejar que su voz hiciese el resto. Imaginó la biografía del susodicho, como solía hacer en la cola del súper, o en los vagones del tren. Varón, unos treintaypico, elegantemente desaliñado por el viaje, matrimonio joven pero mal avenido, un hijo, quizás dos, arquitecto, como el resto de varones abotargados por el cabrito de la cena que colmaban la sala, a diferencia de éstos, él sí tenía opciones para engañar a su mujer. Poco a poco, la sala se iba vaciando pero él seguía allí a pie firme, salvo por un par de huidas a la terraza para fumar. En ningún momento le apartaba la mirada. Volvió a levantarse una vez más, pero esta vez no se dirigía a la puerta acristalada, sino a su escenario. Al principio interpretó su gesto, como el del típico congresista borracho y encantador de jovenzuelas, pero a medida que se acercaba al escenario, notaba en su rostro cierto aire de derrota. Podría haber sido una simple discusión con su mujer, pero aquella cara transmitía otro nivel de derrota. Al alcanzar el pié del escenario, nuestro hombre sonrió con autosuficiencia.


-Donde habita el olvido”-interrumpió una voz recién salida de la boca de su estómago.

-¿Cómo?-no estaba habituada a interrupciones, y mucho menos en castellano.

-Que cantes “Donde habita el olvido” de Sabina.

-Es una canción para un hombre- dijo, tratando de huir de aquellos ojos que parecían cobrar vida por segundos.

-No es que crea que tienes voz de camionero, pero me encantaría escucharla de una voz como la tuya.

-Es una canción triste

-Todo es jodidamente triste, pequeña. La realidad es jodidamente triste- El "pequeña" le irritó, le enfureció ¿Quién coño se creía para hablarle así? Pero por aquello de seguir teniendo algo caliente que llevarse a la boca a final de mes, tuvo que recurrir a su paciencia de artista y hacer una clásica maniobra evasiva:

-Y usted está jodidamente borracho, así que, mejor vuélvase a su habitación

-Vale, vale, “Rocket Man”, canta “Rocket Man”, la de Elton John.

-Lo que necesita usted es irse a dormir, no una canción sobre un hombre que echa de menos a su mujer en el espacio.

-”Rocket Man” no va sobre echar de menos a tu mujer, habla de lo duro que es cumplir tu propio sueño, de temer aquello que deseamos- De repente, hablaba como antes, sin tanta alegría, pero volvía a ser capaz de diseccionar una canción. Paso de gigante, pero tendría que dar muchos más de estos. Algo cambió en el rostro de ella, ya no sentía desprecio y desnudez, ahora mostraba intriga y leve desasosiego, como el gusanillo en la garganta del estudiante que espera sus notas.

-Si Zé Fernandes sabe tocarla, no tendré problema, conozco la canción. Zé é que voçé conhece “O Rocket Man”- dijo con su portugués macarrónico. Zé empezó a tocar las primeras notas.

Ella empezó a buscar la letra en su memoria “She packed my bag last night preflight...” empezó a notar en su cuerpo una mezcla de esperanza y nostalgia, la misma que sentiría Elton cuando la compuso, o la que sentí yo cuando me contaron esta historia.”Mars ain´t a place to raise your kids...”, ella se sentía marciana en aquel momento, entonando una canción que nunca había cantado en público. “I´m not the man they think i am at home, oh no no no, I´m a Rocket Man” se sentía preparado para despegar, para escapar, para dejar atrás el frío que le había recorrido el cuerpo durante meses. Aquella canción le decía mucho más sobre quién era que las caras sesiones de psicoanálisis que le recomendaron. La música toca piezas dentro de nuestro cuerpo, de nuestra mente y nuestros músculos, y las suyas volvían a estar en orden.

Nuestro hombre estaba allí, erguido, ante el escenario. Nuestra corista estaba allí, sujetándole con su voz. El resto del bar no existía, Oporto se reconstruía solo y el Atlético le marcaba un gol al Chelsea.

Aquella canción cerró el concierto. Nuestro hombre salió a fumar con la sexta copa de Chivas en la mano y la brisa del Duero helándole los huesos. A pesar de ello, hoy no miraba las estrellas con nostalgia, sino como aquel hombre que, perdido en el desierto, ha conseguido localizar la estrella polar. Nuestra corista espantó a algunos panzudos arquitectos, no sin antes endosar un par de CDs a los más fracasados y aduladores. Su camino entre cuerpos sudorosos y abotargados era claro, buscaba la terraza, buscaba a su hombre cohete, quería saber su por qué, quería saber quién había jodido tanto a aquel hombre. La excusa era agradecerle que le hubiese pedido aquella canción, en el fondo, porque se sentía un poco él y tendemos a buscar a nuestros semejantes.

-”¿Rocket Man?”- él se giró torpemente.

-Ese soy yo- dijo con la seguridad que le dio el trago largo que engulló durante su para nada grácil giro.

-He disfrutado mucho cantándola.

-Claro, tus sueños también están rotos.

-¿Cómo?- reaccionó iracunda ante tal acto de prestidigitación.

-No me jodas ahora diciéndome que tu sueño era ser corista de un hotel de Oporto. Soñabas con llenar teatros, y con esa voz tenías un derecho legítimo a hacerlo.

-No sé si agradecértelo, o darte una patada en las pelotas.

-Por favor, las damiselas no decís esas cosas.

-¿Quién te ha dicho que sea una damisela?

-No creo que seas una damisela, pero esperaba llevarte a mi habitación y descubrirlo de una forma menos ortodoxa.

-Borracho.

-Rubia.

Se dieron cuenta muy tarde, tanto que cuando abrieron los ojos, sus lenguas ya habitaban la boca del otro. Se dieron cuenta más tarde, de que los dos necesitaban quemar sus fusibles, de que a veces los corazones encuentran metrónomos en los lugares más inexplicables, de que sus cuerpos desnudos sudaban al compás de “Rocket Man” en una habitación, de un hotel en Oporto. Y él volvía a sonreir, y ella volvía a abrazar.