Presuntuosos

Dejaba que llevaras el timón. Me sentía cómodo en segunda línea, sujetando mi whisky, encendiendo mi cigarro. El problema surgió cuando no hubo más whisky y me confiscaste el tabaco. Cuando mis adicciones murieron, me dejé caer sobre tí, como único estímulo para el sistema de recompensa de mi cerebro reptiliano. Te ahogué, me ahogué, nos ahogamos, me ahorcaste. Amputaste mi sombrero y quemaste mi poncho de Clint. Pero no fue culpa tuya cariño, fue culpa mía. Olvidé que era un hombre.

Un hombre que bebe hasta las 7 de la mañana sin preguntarse dónde estarás. Un hombre que se juega al póker hasta sus calzoncillos, y todavía cree que va a seguir saliendo adelante. Un hombre que puede matar lo que va a comer con sus propias manos, pero no a cocinarlo con Pedro Ximénez para tí. Un hombre que prefiere su vieja camiseta negra con unos vaqueros al uniforme de cateto del domingo. Un hombre que grita y blasfema viendo el fútbol y acto seguido se desfoga contigo hasta desmontar el cabecero de la cama. Un hombre que no teme acabar con una costilla o la nariz rota sobre un campo de hierba. Un hombre que corta leña, hace fuego y da cobijo en su cuerpo. Un hombre mira a los ojos a las mujeres en los bares y les pone la mano en el culo cuando salen del bar con él. Un hombre que besa. Un hombre que ama. Un hombre que folla. Un hombre que ha elegido el camino del samurái. Un hombre que paga sus facturas. Un hombre que prefiere una cerveza con sus amigos que organizar bailes de máscaras. Un hombre que eructa en la intimidad. Un hombre que lee a Burroughs, a Murakami, a Bukoswky y a Celine, pero que sigue disfrutando a Orson Scott Card. Un hombre que escribe como respira.

Quizás el problema de la mayoría de los hombres de este siglo es que hemos olvidado ser hombres y nos hemos conformado con ser parodias de uno. En niñatos presuntuosos.

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